La niña Muriel era una pintura
pegada en un rincón de una casa dorada,
un verdadero castillo de espejos que alumbraban al resto de la ciudad,
un cuadro pequeño e insignificante que sin embargo,
ocupaba el salón principal del “Prestigioso castillo de los espejos”.
“La niña Muriel” había sido pintada a mediados del siglo XV
por un arruinado pintor, que como suele ocurrir,
había sido reconocido años después de su muerte.
El caso es que el cuadro había sido evaluado
como Monumento de la Humanidad
al igual que el famoso Castillo de los espejos,
donde por cierto,
no habitaba nadie desde su nombramiento.
Gente de todos los rincones del planeta
visitaban a diario el ahora Museo
interesados en vislumbrar el cuadro que mostraba a Muriel
como parte del tronco de un árbol,
ciertamente la pintura era eso,
un gran arbusto en medio de un infinito desierto;
sin embargo, a primera vista
no resultaba fácil reconocer a esta niña
como alma del robusto árbol.
Era cuestión de observar detenidamente,
por unos instantes,
el centro de la pintura y la niña Muriel brotaba
como rayo de sol que atraviesa una nube.
El punto es que todos los visitantes reconocían haberla visto,
mas, unos decían que sonreía,
otros que lloraba y lloraba para mojar sus raíces, pues,
de otra manera no puede vivir un árbol en el desierto
mas que bebiendo sus propias lágrimas.
Incluso hubo quien dijo que entre sus largos cabellos,
que no eran más que las largas ramas del árbol,
se anidaban ángeles que iban y venían
con susurros que nadie podría entender.
Y así distintas opiniones, sensaciones y visiones
fueron repartiendo a la niña Muriel por el mundo
de voz en voz.
Los más expertos habían concluido
que la pintura estaba encantada por algún hechizo
y que este cuadro no era más que otro espejo
donde cada visitante veía lo que quería ver.
Pero, un día de tantos un joven cuidador del castillo escuchó
un grito ensordecedor que recorrió sus adentros,
de manera tan furtiva, que no alcanzó a percibir
que acudía a un llamado que cambiaría el resto de sus días.
Cuando llegó al salón revisó todo el espacio buscando
algún ladrón que jamás existió. .
De un resbalón tumbó su cuerpo en el piso y con las manos mojadas
se reincorporó para ver que de “La niña Muriel”
se desbordaba un río que caía de sus ojos
con una tristeza de esas que pueden pintar un cielo entero de su color.
Como pudo, aturdido con el golpe y la impresión
el joven cuidador se acercó por el inundado salón hasta el cuadro
buscando la forma de consolar los llantos de la niña Muriel;
de pronto, cuando estuvo muy cerca
un batallón de cabellos salio desde el cuadro
y amarrado lo fue llevando al interior de la pintura
que había cuidado por noches enteras,
no hubo intenciones de resistencia, no hubo dudas.
Sólo fueron ángeles los que presenciaron cómo,
tomados de la mano y enredados en sus cabellos,
fueron el joven cuidador y la niña Muriel
vagando por el desierto sin decir nada hasta desaparecer
Al día siguiente, inmensa fue la sorpresa cuando encontraron
el cuerpo del joven cuidador sin vida a orillas del cuadro en el salón
y en la misma pintura encontraron un gran árbol seco
que tallado en su tronco decía:
“Vea usted lo que quiera ver”.
Claudio Rojas.
